Nunca tuve un mecenas. Nunca nadie me conectó con nadie para hacerme beneficiario de una beca. Nunca ningún gobierno ni ninguna institución me ofreció dinero, ni ningún caballero elegante se sacó la chequera delante mío, ni ninguna señora trémula (de pasión por la literatura) me invitó a tomar el té y se comprometió a pagarme una comida diaria. Pero con el tiempo he conocido, personalmente o a través de lecturas, a muchos mecenas.
El más común de todos es el cuarentón homosexual que de pronto advierte que su vida está vacía y que se dedica, morosamente, a llenarla de sentido. Este tipo de mecenas lo que en el fondo quiere es ser artista y tener a su vez un mecenas, un mecenas cuarentón y violento, que a su vez también tiene un mecenas, el cual a su vez es apadrinado por otro mecenas, y así hasta el infinito. Generalmente las obras que enloquecen a este tipo de mecenas son los falsos autorretratos.
También existe el mecenas con vínculos sanguíneos. Suele ser hermano o hermana del artista o poeta en cuestión y la relación que se establece entre ambos es como la del pájaro y el peñasco. En ese ámbito a la necesidad desesperada se la conoce con el nombre de amor. La derrota en todos los frentes está asegurada.
Luego viene el mecenas invisible. Su apadrinado jamás lo tuteará. De hecho, en algunos casos, jamás lo verá. El mecenas invisible es capaz de violar a un escritor sin que éste se dé cuenta. El mecenas invisible no es, como podría pensarse, un ser discreto y prudente. Más bien al contrario: suele ser un patán astuto.
Después tenemos a la abuelita melancólica. Que no es, por supuesto, abuela, ni siquiera tía abuela, de sus apadrinados, y cuya imagen se corresponde en parte a aquellas viejas damas rusas amantes de las letras que durante una época pulularon por París, Venecia y Ginebra. Las abuelitas visten impecablemente bien. Hablan de Proust como si lo hubieran conocido. A veces evocan veladas a la luz de las velas en palacios de los que uno no ha oído hablar jamás. Tienen (por ignorancia) en alta estima a los autores que han sido traducidos a más de tres lenguas y su colección de diccionarios y enciclopedias suele ser admirable. Están en peligro de extinción.
No están en peligro de extinción, por el contrario, los agregados culturales que en las noches de luna llena se creen mecenas. De más está decir, puesto que todo el mundo lo sospecha, que los agregados culturales tienen mucho más de agregados que de culturales. Durante sus breves reinados sus amigos medran lo que pueden, que generalmente es poco, pero que para ellos es mucho, es todo.
Tampoco están en peligro de extinción los profesores latinoamericanos en universidades norteamericanas. Su concepción del mecenas se sustenta en la fuerza bruta y en una cobardía sin fin. La mayoría son de izquierda. Asistir a una cena con ellos y con sus favoritos es como ver, en un diorama siniestro, al jefe de un clan cavernícola comiéndose una pierna mientras sus acólitos asienten o ríen. El mecenas profesor en Illinois o Iowa o Carolina del Sur se parece a Stalin y allí radica su más curiosa originalidad.
Después viene una masa amorfa de mecenas de distinto pelaje y de distinta desgracia. Están las vírgenes neuróticas, el hombre de las gauchadas, el que lo hace por spleen, las casadas insatisfechas, los funcionarios suicidas, el poeta que de pronto descubrió que carecía de talento, el que cree que nadie lo entiende, el borracho que recita a Salustio, el gordito al que le gustaría ser flaco, el resentido que quiere levantar un nuevo canon, el neoestructuralista que no entiende ni la mitad de lo que dice, el sacerdote que pena por el infierno, la señora que vela por las buenas costumbres, el empresario que escribe sonetos.
Detrás de esta muchedumbre, sin embargo, se esconde el único, el verdadero mecenas. Si uno tiene la suficiente paciencia como para llegar hasta allí, tal vez lo pueda ver. Y si lo ve probablemente acabe defraudado. No es el diablo. No es el estado. No es un niño mágico. Es el vacío.
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